19 de diciembre de 2016

VUOHI


Ser tumulto, medicina para el caracol que debía convertirse en oído pero decidió quedarse a vivir en la orilla del mar. Luego la mentira intenta volverte su extensión, el árbol del que cuelgan los suicidas, la sangre eferveciendo como el refresco que ya no se antoja.
Hay quienes creen la vida se trata de tenerle miedo al cuerpo, un respeto que sucumbe al final de darle la vuelta al mundo y comprendemos que se trata de complacerle todos sus rincones. Luego hay quienes caminan laberintos oscuros donde la humedad sofoca pero excita, con el desconcierto de lo que habrá al darle la vuelta a las esquinas, porque esa ceguera duele y se amontona hasta explotar como una estrella blanca y tan pesada como innumerables soles.
Vidas que deambulan con la culpa del placer, cuyo miedo de encontrarlo les absuelve de cualquier pecado que pudiera inventarse, cazando cuerpos y coleccionando continentes, aprendiendo a que sabe hablar otras lenguas, y en la más sencilla e inexacta de las vicisitudes, te das cuenta que hay muchos tipos de cacerías. Hay quienes recorren el mundo cazando los atardeceres más irreales y las experiencias más inexploradas, dejando la cabeza explotar como aquella estrella, como la ansiedad que desaparece, los átomos llenos de magia, de vida en sus entrañas donde puedes imaginar como se alojan universos infinitos.

Ves tu mano caer y levantarse con arena, emulando su forma y su sentir, la neblina al amanecer que se vuelve parte de tus poros, de tus células y de tus partes; luego partes y repartes una espiga volando por los confines, por los cielos vastos y azules que te invitan a desear todo aquello escondido más allá de sus colores.
Y nosotros con los ojos ciegos porque tenemos la mente ajena a aquellos agujeros negros.


Hay viajes tan largos que permanecen vívidos en la memoria algunos años, pero hay viajes tan cortos que cuando uno regresa cree que apenas ha llegado. Es entonces cuando la vida se convierte en el viaje que estabas buscando.

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