Ser tumulto,
medicina para el caracol que debía convertirse en oído pero decidió quedarse a
vivir en la orilla del mar. Luego la mentira intenta volverte su extensión, el
árbol del que cuelgan los suicidas, la sangre eferveciendo como el refresco que
ya no se antoja.
Hay quienes
creen la vida se trata de tenerle miedo al cuerpo, un respeto que sucumbe al
final de darle la vuelta al mundo y comprendemos que se trata de complacerle
todos sus rincones. Luego hay quienes caminan laberintos oscuros donde
la humedad sofoca pero excita, con el desconcierto de lo que habrá al darle la
vuelta a las esquinas, porque esa ceguera duele y se amontona hasta explotar
como una estrella blanca y tan pesada como innumerables soles.
Vidas que
deambulan con la culpa del placer, cuyo miedo de encontrarlo les absuelve de
cualquier pecado que pudiera inventarse, cazando cuerpos y coleccionando
continentes, aprendiendo a que sabe hablar otras lenguas, y en la más sencilla
e inexacta de las vicisitudes, te das cuenta que hay muchos tipos de cacerías.
Hay quienes recorren el mundo cazando los atardeceres más irreales y las
experiencias más inexploradas, dejando la cabeza explotar como aquella
estrella, como la ansiedad que desaparece, los átomos llenos de magia, de vida
en sus entrañas donde puedes imaginar como se alojan universos infinitos.
Ves tu mano caer
y levantarse con arena, emulando su forma y su sentir, la neblina al amanecer
que se vuelve parte de tus poros, de tus células y de tus partes; luego partes
y repartes una espiga volando por los confines, por los cielos vastos y azules que
te invitan a desear todo aquello escondido más allá de sus colores.
Y nosotros con
los ojos ciegos porque tenemos la mente ajena a aquellos agujeros negros.
Hay viajes tan
largos que permanecen vívidos en la memoria algunos años, pero hay viajes tan
cortos que cuando uno regresa cree que apenas ha llegado. Es entonces cuando la
vida se convierte en el viaje que estabas buscando.
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