Se preparaba una nueva oleada, de las que te envuelven poco a poco a la
distancia, como una cobija de hormigas que de pronto te tiene cubierto hasta el
cuello con sus minúsculas huellas, intentando escapar sin morir a carcajadas.
Luego te encuentras en un laberinto de rostros conocidos, caricias nuevas,
sentidos que habías olvidado que existían.
La carretera no estaba lista para despegarse aún del planeta. Fuimos
capaces de ver las estrellas después de haber escapado a escondidas de la ciudad,
con sus arañazos llamándonos infames y arrancando la oscuridad del cielo, su
murmullo, sus banquetas y avenidas llenas de vacío.
Y de pronto ya empezaba a extrañarte.
No sabía como habría de respirar sin saber si estábamos respirando al
mismo ritmo, como iba a imaginar tus ángulos si tan solo iba a encontrar bordes
romos, curvas y laberintos sin tu esencia que habría de restarle grados y
acertijos.
Como iba a saborear la música, el humo, los domingos en el centro y toda
esa vida que solemos ansiar al caer la tarde, desnudándonos de la nostalgia por
su inverosímil tangibilidad, siempre recordando que la vida no se toca.
Sabía que no podría dormir en cualquier cama vacía de ti, por la
costumbre de tenerte tan cerca y abrazarte sintiéndome completo, exento de
cualquier deseo terrenal.
Una vez leí que todas las miradas terminan en una estrella y que por eso
todos somos el centro del universo. Podemos estar formados de teóricas espumas
y a la vez, ser parte de una teórica espuma que al unirse con otras, está
repitiendo nuestra historia desde siempre y para siempre.
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