Me arrancaste
del suelo como violando una flor para arrebatarle el mundo. Mientras predecía
el caos que se avecinaba, me fuiste reconstruyendo pieza por pieza con tus
dedos. El aire venía de oriente y tus ojos lo forzaban a entrar en los míos.
Rojos de humo, atentos a la espera del cataclismo, la religión que se entiende
con la ciencia, la conciencia desabrida del hábito lleno de esperma, un dogma
que no se cansa de nutrirle magia al niño.
Miré al cielo
y seguías caminando en la atmósfera, como violando al mundo que inventaste en
mi cuerpo con los poros llenos de alfileres, los puentes rotos, la verdad que
creíste mentira y todos los años en los que te vi desparecer incontables veces.
Tal vez
olvidé la sencillez de los días, pero me arrebataron el aire tus pulpejos de
poesía. Creí que la locura bastaría para perpetuarte el arte en la osadía,
mientras una revolución de padeceres se apoderaban de mi cuerpo y olvidaba como
sentir el frío. Me volví espeluznante e infinito, llenándome el pecho de vacíos
e interminables laberintos. Una cabeza quería explotar, también la otra, hacer
erupción en tus volcanes marchitos, ser vorágine, fantasma de esqueleto para ganarle
una carrera a la luz y entrañarte esa velocidad en el alma que se apaga cuando
muere de miedo.
Nunca he creído ser el más simétrico de los sonetos, pero puedo
escribirte un cielo lleno de todo lo que siempre has querido imaginar.
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