De pronto me di cuenta que ya tenía mucho tiempo mirándote; el sol me estaba lastimando los ojos necios pero el cielo los acariciaba, y volví a tener el mismo problema de siempre, el de no saber elegir entre el agua o lo mojado, el frío o la falta de calor, el blanco o la falta de color, la anosmia o la falta de olor, el desapego, el asfalto, el metal, la falta de amor, la falta de celo, el exceso de piel, de cielo o de sol.
Estabas ahí tan espectacular como siempre, incontables espacios vacíos formándote el cuerpo y fermentándote el alma, colisionando planetas al revivirte la violencia del corazón bajo el caracol de mi oreja, tras el recuerdo de ese calor que te embriaga cuando amas, que se te embebe en el cuerpo y te bebé el ansia hasta dejarte sediento de locura, absurda e irreales como el verte allá arriba, en la esquina de la luna por las noches, a la izquierda de Orión, al poniente de Sagitario, de colores, de aserrín, en las dunas de algodón, fingiendo ser un bebé de mazapán, una mano que hace vibrar con sus dedos profanando un cuerpo, en el laberinto de los pies descalzos, en los jueves de películas, en todos los agostos que recuerdo, en todos los gatos que encontramos.
Aún tengo en la boca la esencia del rayo del último beso.
Ya me cansé de hablar de ti, porque chingada madre, ya no existes.
Rayo en la locura al pensarte cada vez que intento montar un rayo para alcanzarte.
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