Puedo empezar diciéndote que el calor de aquí está más padre que el de allá, con el que crecimos y al que le ofrecimos tantos enamoramientos que pensamos reales y que siento que le estoy siendo infiel. También puedo decirte que al morderme el dolor sabe a dulce y que tengo las manos pegajosas porque hace rato me explotó una botella de Fanta, efervesciendo como efervesce la noche sobre el día, el sueño sobre el mundo tras los párpados, la verdad sobre las mentiras piadosas.
Puedo continuar diciéndote que te extraño, que en algún lugar de mi organismo se esconden cuarenta lágrimas que ni la canción más triste ni aquella película de Lars-Von Trier pueden encontrar. Se escurre la sal, se sala la piel, me duermo en la sala, el gato se sale y no se si vuelva.
A veces pretendemos que la vida nos sonríe, que somos los peces en el mar de este mundo de extraños, cuando en realidad la vida nos arrebata los sentidos y el mar no es más que un vaso de agua, derramado fácilmente con la lluvia grosera cuando la ciudad empieza a rugir en truenos, como un dragón derribando tus edificios y haciendo pedazos mi avenida favorita.
Recuerdo los segundos que contaba para verte, y las horas incontables cuando te veía.
También te puedo decir que hoy la luna está bien bonita y ojalá estuvieras aquí para verla conmigo.
Sigo teniendo aquellos tennis blancos que se me ensuciaron en mayo cuando estuvimos buscando la flor perfecta para mi mamá. Aún tengo en la cabeza el recuerdo de tus ojos vislumbrándose cuando la encontramos, como cuando nos emocionábamos igual por las mismas cosas, cosas tan simples como descubrir una canción bien padre o ver fotos de nutrias que nunca habíamos visto.
Puedo terminar diciéndote que aunque en mi cuarto no haya ventanas y que el foco se haya fundido no importa, porque el recuerdo de tu mirada es más incandescente que el mismo sol por el que estoy luchando no perder.
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