De abrupto se descompone la noche negra, a veces blanca, a
veces incolora, inodora, insípida, no más clara que el agua de los peces
suspendidos.
Regresa muchas veces al origen de los días; ahí se quiere
quedar
ahí se va quedando
ahí se queda
se queda queda
espera...
y queda se retuerce con los peces que le quedan, quietos,
esperando los resuelve infinitos, soñados en la fantasía que escribió el futuro,
que se comió el ayer de los santos muertos, de los antes transparentes en la carne, como
los Andes y sus montañas petrificando el día.
Y los dibuja alrededor (a los peces) del sol que va naciendo, de la luna
que va muriendo, de las estrellas que lloran sus rayos diminutos, sin la
graduación de la ceguera dulce, con la pena de una vida que pasa fugaz para el que
sabe sentir el alma con los ojos.
Así pretenden orbitar (los peces), como el alma de un
planeta moribundo con su madre girándole encima.
Dicen que se va a acabar el mundo; pobre madre. No sabemos cómo
llamarle a eso porque no se puede nombrar el perder a un hijo, menos a muchos
hijos porque el planeta no se muere solo.
Dicen que se va a morir, que está muriendo velozmente y así
lo queremos alcanzar, queremos acercarnos si morimos lentamente, queremos
llegar pero va a prisa, queremos morir en su violencia, violentarle la órbita de los peces, quemarnos los ojos y las hojas de los libros y las hojas de la biblia con el fuego calcinante, fascinante
que te envicia al alba las cenizas.
Y a prisa nos quedamos tiesos, pausados en el tiempo que va a ser tragado por un tiempo aún más grande, el que por la cabeza se come a sus hijos.
Y de repente el sol nace, pero la tierra ya no supo como
amanecernos.

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