27 de diciembre de 2011

Ahí, bajo el edredón

Si ya no quiere la turba ser un martirio, se escapará la amenaza que impone su lluvia sobre los ángulos de la desesperanza.

¿Vale la pena jadear de fiebre ante la angustia de un raciocinio que eventualmente acaba manifestándose?

Ya no.

Ya no es necesario hacer ceniza con los unicornios, ni jugo de calabazas, ni recolectar las estrellas que caen en la madrugada del destierro.

Tampoco asustarse con el gris del cielo, ni con la violencia de los intestinos gestando larvas.

El temor de las fotografías podría salvarme, porque ya no me salva dejar de herirme con el hambre de los preservativos, porque son de hule las esperanzas claudicando, tampoco me salva el salvar salvajes, ni defenderme con las balas de salva, ni alimentar con salvado a las reses, ni ganarme la fertilidad de las princesas con la saliva.

Y si ya no quiere la noche ser espeluznante, tendrá que volverse ácida y quemar el martirio de la turba, aunque le duelan los dedos, aunque le cale en la médula el terror vespertino.

¿Vale la pena palpitar el aneurisma de la decadencia? ¿Vale la pena fornicar en luz con el atrevimiento que nos amenaza desde la estratósfera?

Ya no.

Tampoco lo vale ya el andar montado en aceitunas, ni lamerse la angustia de los gatos que se escapan, ni satisfacerse por la conclusión de los días yuxtapuestos a los amaneceres, ni maldecir contra el virus, contra las células, contra el frío que seduce la belleza erizándose en la nuca, mucho menos arrancarse el cabello cuando se termina la coca cola un domingo por la mañana.

Ya no.

Nos recuerdo adictos al subsuelo. Y cada noche te rehago en las costuras del edredón.

Así voy cobijando tu ausencia, que si no deja de hacer mártires con mis uñas mordisqueadas, me ocultan la verdad del cuerpo trémulo.

Creo que jadear de fiebre es lo único que sigue valiendo la pena, ahí, bajo el edredón.

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