
Y cuando no sabemos a dónde mirar, no nos queda más que imaginar un horizonte de otro color. O de varios colores. O de ninguno. Todo podría resumirse a la línea blaquiazul y a veces parda que se asoma a la distancia, que seduce con su breve fulgor, que arremete con la suavidad de su misterio, porque dura lo que le toma a la sangre recorrer el cuerpo entero quinientas veces y nunca muere para siempre; y es que conozco esa fascinación, porque he estado ahí, pero vagamente.
Piedra tejida en manteles, pájaros de papel colgando en la avenida, un cuento deseando ser filme, el anciano de la esquina usando smoking, y mis ojos cerrados, que no se lo que ven cuando están así, pero sienten la rudeza del desequilibrio mental. Y del horizonte inventado.
Thems the breaks, todo cabe en un parpadeo; las montañas que se erizan ansiosas por la mañana, los cascabeles sonando iracundos al fundirnos con el suelo, la ridícula obsesión por la leche y los garbanzos, el fuego estático que no arde los veinticuatros de diciembre, esa nieve que se descongela, el sacrificio de una madre, la muerte de los títeres, la erección de un amante no correspondido.
Así les saben los días a los infortunios, a vidrios de botella, a virus que palpitan, a corazones que ya se cansaron de bombearle quinientas veces a ese cuerpo al otro extremo de la cama, esperando que se alcen las telas, que se alcen los brazos al otro extremo, que despierten esos labios tan ajenos, que el otro corazón le preste un poco su vida.
No sé por qué no lo intentamos, si puede durar lo mismo que el horizonte.
Después nos iremos a dormir, al cabo no moriremos para siempre.
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