
Nunca voy a contarte los secretos que se esconden en las alas de las luciérnagas, ni los cuentos que titilan en sus bulbos radioactivos. Neones consecuencias de un cercenar de almas vagas.
El bebé estaba de bruces en el suelo. Yo lo vi llorar cien mil poemas y morder cuarenta nubes un millón de atardeceres después. ¿Es que no vemos la espiga que se encaja en la pupila? El iris se nos espanta con la alergia que el mundo nos provoca. Y así vamos provocando que los nervios se licuen tumefactos en la arena.
Ayer el cielo se asfixiaba con un torniquete de asteroides y se puso tan morado que le brotaron estrellas. Y en su isquemia necrosase de noche y respirase de nuevo cuando se desyuguló por la mañana. Una guerra de gigantes infinitos, tus labios acorporeos que me besan la perpetua imaginación celeste. Nunca pensé que me iba a tener que abstener. Creo que aún podemos rescatar el corazón de los poetas.
Era el cosmos los lunares en tu frente corrugada, cráteres y dunas, desiertos de papel que ardiente respiraba en cenizas, en mi pulmón de hierro, un latir fingido.
Los secretos en las alas de las luciérnagas jamás podrán ser revelados.
Tan solo nos queda imaginar los cuentos que titilan.
Yo, por lo tanto, me quedo mirando lo neón de sus estelas al dibujarme historias en la proximidad del esqueleto.
Te sugiero respirar el mundo. Se siente bien en las arterias.
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