Un temblor que se fractura en la distancia, el ayer de un olvido asustado por el tiempo de madera. Aves de cabello, paquidermos envueltos de caucho, y todas aquellas cosas que sutiles justifican el soñar de enredaderas. Que nos hacen daño.
Quise parecerme tanto al derrame de tu aliento, tejerme con pestañas un atuendo vespertino, esconderme el cosmos en los surcos de mis yemas y despegarme entero de este suelo con los pies descalzos.
Era aquella una vergonzosa tiranía que evidente perpetuaba el gemir de octubre. De pimienta y de arrancándonos la carne. De ciruela, de hollín, de catorces de febrero, de etílicos nocturnos, de catarros de noviembre.
Fue como fumar, como compartir el cuerpo, como tatuarme historias en la saliva, como desnudarme el esqueleto y abrirme el pecho deformado, dejar salir sus peces enjaulados, contagiarme la vida con lunas, con dunas, con dudas… así fue dejarte ir. Un contraste tornasol, un agridulce jadeo.
Y yo me quedo crepitando con la boca exangüe bien pegada a la ventana, mirando tu piel siniestra fundirse con el día que claudicando va dejando tras de sí el recuerdo de tus manos entrañándose por debajo de las mías. De mis poros. De mi eterna esencia que amortigua tu premura.
Y es que ya no quedan más condenas, se fueron derrumbando las paredes lastimadas, tan mudas, tan olvidadas.
Tan sólo queda la pornográfica tumefacción de nuestra unión caótica. El desenlace de una guerra corporal.
Y así es como nacen los mundos nuevos.
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