
Ayer soñé que te escribía en un poema; mis manos ya no sintieron el bolígrafo y empecé a utilizar la boca. Empecé a extrañarte con la boca…
Los segundos se fundieron a minutos incontables, el silencio abrumador me hizo arder con la cera de su eje circunscrito a los abismos. Y quise formar parte otra vez de tus abismos. Y empecé a extrañarte con la venas. Me volví a enamorar de tus ángulos absurdos, de los agudos, de los obtusos y de los que aún no existen, descocidos con mis uñas mutiladas, con sus fragmentitos diminutos que se complementan en mis dientes. Ya ni mis cabellos sucedieron al sedal que remendaba tus agruras, el reflujo de tu abdomen dividido.
Por eso comencé a extrañarte con los ganglios, a llamarte con el pulso lábil, con la pena, con la angustiante pena ardida, tan eterna, tan estúpidamente enferma.
Fue con mis bacterias, con la pus mis lesiones, con el preservativo de mis ansias declinantes.
Ya no habían mas condenas.
¿Y a dónde voy entonces si aquí me tienes ya sin rumbo?
¿A dónde reconstruyo mis paredes?
El crepúsculo sediento ya programa el cataclismo.
Una bestia heptacéfala; el paraíso sin cabeza.
Mejor ahogo en la garganta tu imagen desangrada que moscaba mi entrepierna, mientras escribo el discurso con el vientre en tu proxemia.
¡Qué alivio! ¡El cielo no ha perdido lo celeste!
(pero mis manos ya no aguantan los pulpejos)
Por la mañana, al despertar con las sábanas eternas, pretendí sentir tu aliento en mis arrugas… y empecé a extrañarte con las letras.
Y así imaginé que nunca dejé de tocarte.
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