Me deslizo en los laberintos del caracol tricuspídeo, tallado en el hueso indecente de las bestias duras, pedestres y morentes, que se arrastran intransigentes al sonar de las velas grises, con ruidos comestibles, con ojos que salen volando por la chimenea al apagarse el humo empedrado.
Cicatrizo compulsivamente tu nombre apaciguado en los muslos de mi brand new lover, con la inercia de mis manos escribanas que aún palpitan tu respiro estrepitoso, mientras mis piernas vanas, destiladas en jugosas yagas, asemejan el laberinto por el que me deslizo al saborear tus licores. Aún me queda en la boca el sabor amargo de la tentación de tus veredas, de tus lampiños altibajos que se escondían bajo las escamas de mis lagartíjicos tegumentos.
Aún estoy aquí parado observando la espiral del tiempo retorcerse majadera a mis destellos, rasguñando con las uñas mutiladas tu imagen efervescente. No quería quedarme destruido a la espera de un ayer que ya se había ido; quería seguir coloreando en tu cuerpo desnudo miles de acertijos e inventar estrellas e historias en tu piel queloide, pintarte un río en el abdomen para ahogarme en él hasta lo más profundo de tus entrañas carcomidas.
Ya no pertenezco a la historia interminable, tuve que salir huyendo para no ser alcanzado por el sol de oriente que jamás desciende de su turbio cielo; así de paralizado me tenían tus ojos abismales, el zig-zag de tus labios, la circunferencia de tus muslos temblorosos, tu sexo húmedo, la siniestra complejidad de tu teatral desnudez.
No puedo, ni aunque pretenda sentirlo, decir que respiro sin el tacto de tus manos.
Lo bueno es que me han dicho que es posible vivir con un soplo menos en el corazón.
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