Comenzaron a llover las obscenas tiranías de la bóveda truncada. Las nubes fueron explosiones, el evento un implosivo caos que ordenaba el desfiguro suspendido, la memoria ardida, los frutos resentidos con la mente retorcida. Y nada fue sorpresa.
Hubo aire, tempestuoso y grosero, ventarrones que a pesar de ser siniestros, no cortejaron con la arena del suelo ni la incitaron a revolcarse con las hojas que arrancaban del ciruelo. Y nada fue sorpresa.
Y ni a los vagos escondidos en las hierbas, arrugados por el agua que les moja intransigente, les vino de sorpresa.
Mientras el caos desesperaba por hallar un orden en el cataclismo de la tarde, yo le mentía a mi cuerpo sobre las andanzas de la noche. Y el viento, tan grosero, tan marchito, tan blasfemo, tan frágil, tan vendido, tan amargo, tan andado, tan amado, se coló entre mis piernas temporales y penetró a mis ojos suspensivos, orbitas corpóreas, astros de humedad celeste, empeñados a encontrarse vida, y los hizo de carbón-ceniza.
…
El día siguiente encontraron un cuerpo sin cintura y de ojos grises bajo la sombra de un ciruelo.
…
Sentí que me quedaba sin palabras y mis manos permanentes parecieron ser de palos quebradizos, los libros tenían dientes, mis zapatos tenían garras y pezuñas los muebles de mi casa.
Al final ese aire me dejó asfixiado, empapado bajo un ciruelo en el invierno, y mis piernas leves, temporales, fugitivas, huyeron de mi tronco y se escondieron en la arena atosigada.
Y nada fue sorpresa.
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