Quería que este fuera un poema amarillo, pero no lo pude imaginar. Iba a ser tan grande que no habría cabido en el cielo y nos habría aplastado una y otra vez en sus intentos desesperados por volver. También habría sido tan luminoso que nos habría dejado ciegos.
Si, quería que este fuera un poema amarillo, grande y erizado, de relámpagos y de estrepitosos aires, de violencia rentada, de desastre hedónico en descargas convulsivas y constantes a las médulas erectas y a sus corpúsculos concluyentes.
Quería dibujarte con saliva en las fronteras de mi cuerpo y amarrarte por los muslos para dejarte en el asfalto; a medio vivir, a medio pensar. Quería escondernos en el callejón aquel y contenerte sobre la basura, hacerte el amor violentamente delicado, siete veces, en colores, desprenderte cuidadosamente cada una de las pestañas y hacerte pedir a gritos que te desgarre la piel con la sutileza de mis uñas, arrancarte la lengua, extirparte el orgasmo desde las entrañas y perder tu juicio dando vueltas al revés y con la espalda.
Si te olvido, el mundo colapsa y ya no soy.
Si te pierdo, huye la parvada al invierno gris; y se suicida desesperada.
Si te encuentro, el cielo se pinta de acuarela y llueve amarillo sobre los contornos.
Sí, nos convertimos en siluetas al consumirnos la electricidad del cielo confundido (impertinente rayo del Olimpo).
Al final todo fue amarillo.
Y ya no quedan más renglones.
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