22 de enero de 2010

Adicción a la existencia

La tempestad carboniza los caminos no andados y mis pies ardiendo en la ceniza perturban la gama ardiente, y en secreto, las sílabas conforman neologismos que intentan describir mis andares, siempre esdrújulos y sin rima.

Arden los cuerpos, las almas, los pueblos. Es mi necesidad absurda de escribir a los hombres que esperan ser gestados, vivir en vientres y nacer al vacío después de los glaciares, corromperse, agotarse, marchitarse, lo que respira el papel prostituto en sílabas ajenas. Sílabas que matan y que reviven lo que matan y que canonizan lo que reviven y que adoran lo que canonizan… y sobre lo que finalmente blasfeman, porque la adoración fallece en la tierra que divide el cisma.

Por eso a veces sucumbo al ansia inminente que se me esconde entre las piernas, tatuándome el vientre y rellenándome los poros de fuego denso, haciendo llorar a la epidermis de mis muslos con lo ardiente de los trazos repentinos, que se escurren, que se envidian. Que me matan lentamente.

Por eso a veces intento erradicar los estigmas.

Por eso a veces intento dejar impunes los pecados vivos.

Y para ser real, a veces intento enumerar los días, concretar ideas, comerme el papel, arrancarme a mechones el cabello, desesperar por lo intrépido de las manos, llorarle a las piedras y hablar con ellas, codificar los versos, treparme en la osadía de las marañas tentativas, morderme los dedos, andar desnudo por las calles, amanecer perdido, andar ciego por los callejones sin salida, hacerle el amor a los recuerdos prohibidos. Y existir sin demora y con la agilidad que tienen los remolinos.

Nunca pretendí matar a golpes las ausencias.

Nunca pretendí amar a gritos la locura.

Nunca me había dado cuenta de lo adictivo que resulta existir en serio.

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