29 de agosto de 2014

Té de menta y efecto placebo


Soñaste con un campo de aciertos que apostaban al sueño duradero de un por siempre, pero nunca creíste como sería si le dabas forma en tu cabeza.
Luego permaneció intacta la cordura que añorabas destrozar por la mañana y juntar sus piezas por la tarde, pero nunca entendiste que la clave de mantenernos cuerdos es cantar ruidosamente con la voz que suplica escalar por la garganta hasta la infinidad del exterior, en un intento por llegar al otro extremo de la ciudad, convertido en una escala infinita de tonos y colores, de cuentos que se viven, de tormentas que no deben llorarse.

Sin embargo, siempre supiste del efecto de la música en tus arterias, como se transforma en una cálida sobredosis de ritmos que fluyen desde la piel hasta los huesos, como su vibrar te sacude hasta el sosiego de un sabor que se inventa de repente, que te irriga los sentidos, que te vuelve invencible.

Descubrimos que la música tiene muchas formas, muchas facetas. Mi favorita la encontré en la menta una noche que su vapor se estremecía con la luz y el sonido. Era marzo, y ya te conocía. Ya vivía privado del aaroma de tus pasos que se iban, del dulce restriego que me haría sucumbir ante el miedo de no verte.

A veces quiero invadir el espacio; la mirada se vuelve eterna y una estrella planea caer con la noche, así como cae la magia y nos atraviesa enteros, desprevenidos, como nos ahoga la rabia de amar, como inventamos ciclos, las incontables veces que todos los corazones del mundo han palpitado al mismo tiempo, como nos prohibimos el sentido, nos castigamos el otoño, como revive la cuarentena de un amor que sucumbe, de un maizal que arde con la angustia de un venenoso olvido.

Entonces dejo de creer en la carne y transformo al tiempo en religión, un palpitar eterno, un flujo infinito de sabores que llenan de calor la humedad en la garganta, que la revitalizan, que le suavizan el acento y le exprimen la música que mejor suena en la marea.

Con la menta vi el principio del mundo y el llanto de un poema, el entierro de los inocentes, el exilio de los santos, el arte en la carretera, la sensación de un hueso que se rompe de alegría, su crujido, el aroma en su catarsis, como una almendra que arde y palpita diminuta en el fondo de una caja inadvertida, se vuelve para siempre.

Quiero tocarle el alma al tiempo y creerme su mentira.

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