Me arrodillé sobre la tierra en un intento desesperado por volver a pertenecerte; sentí su pulso penetrarme por debajo de la piel y como el tentáculo de un pulpo incoherente fue encontrándose un camino hasta la profundidad de nuestros días, cuando pasábamos horas contando las partículas del viento, construyendo ciudades con esas partículas, sembrando gatos en esas ciudades.
Mira, ven, déjame recordarte a que saben mis manías; son dulces como la miel de tus abejas, ácidas como la hiel de mis angustias, saladas como la piel de nuestras fantasías.
¿Te acuerdas cuando aprendimos a volar? Te encontré en la revoltura de las calles, en la andanza vespertina después de un amanecer empapado de alcohol en nuestras bocas, el hálito sentenciando un día gris como el cemento, duro como el cemento, frío como el cemento, una gama que no prescinde del perdón por el azúcar, pero que se volvió fantástico y delicioso cuando nuestros ojos se hicieron justos.
Estábamos sedientos, las lágrimas nos habían secado el día y vimos las nubes de colores. Te ofrecí mi mano y te invité a perderte conmigo en algún lugar lejano y volvernos locos juntos, despojarnos mutuamente de la cordura, prenda a prenda hasta que la razón se nos desprendiera y desesperar con la rabia de la luz que pendiendo del cielo prendía dependiendo del sol naciendo tras las colinas y sus pendientes, y estuvimos sin pendientes, luego quité los pendientes de tus orejas y nos volvimos dependientes. Y corrimos por las colinas, cuesta abajo por sus pendientes y entonces aprendimos a volar, pendientes del cielo y del sol para no quemarnos.
Me levanté de la tierra, sacudí mis rodillas y al verte desde abajo, creciendo como una torre a contraluz, me di cuenta que volvía a pertenecerte.
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