1 de junio de 2011

Instrucciones para llegar a la médula de uno mismo.

Hay que alcoholizarse, fumar marihuana,

mucho tabaco, perder el control.

Hay que estar en un sitio donde el ruido

sea más fuerte que el latir del corazón amedrentado,

rodeado de gente, de bullicio.

Hay que cumplir los caprichos de la carne,

llenarse las manos de tendones,

dejar que la saliva recorra el esqueleto.

Hay que tocar todo lo tangible,

oler cada rincón de cada piel que nos plazca.

Desnudar la espalda,

alimentar el ombligo con otro ombligo tibio y deseoso.

Hay que beber hasta que la garganta se destroce,

fumar hasta que los pulmones no necesiten ni oxigeno ni libertad.

Dejarse tocar, dejarse corromper.

Reír, besar la entrepierna de dios, venirse en la boca del diablo.

Reír a carcajadas, burlarse de uno mismo,

enredarse con el animal caliente que lame y gime en medio de los intestinos.

Retorcerse y tocarse y lamerse y vomitar y volver a gritar.

Hay que revolcarse con el prójimo de lejos,

espina contra vientre, piernas sobre vitrina.

Temblar de infierno, sentirse a salvo de la conciencia,

a salvo del vacío.

Llenarse la boca de venenos, de hiel,

que mientras sepa a miel ¿Qué más da?.

Hay que estrangular el tiempo, cogerse a la muerte,

mamársela al miedo,

esculpir con el barro de la gracia un monstruo de tentáculos húmedos

que resbalen por cada centímetro de la piel.

Hay que llegar al punto en que se dice “Ya no puedo más”

y avanzar todavía un poco, sentir el estomago maldito,

abrir las piernas subliminales por instinto,

palpar con las manos el aire y alcanzar el climax de la noche.

Hay que huir de uno a cada instante,

verá como al final, se va a conocer más de lo esperado.

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