15 de octubre de 2010

ATENUADOS

Que dulce la angustia que no se siente, que descomprime el cuello sin exprimir el asa de los adentros que sucumben. No encontramos ya el tabaco que nos gusta saborear en la garganta, ni la melodía del tiempo centrípeto, ni el hambre que los pies clavados en la arena sufren al palpar este mundo frívolo.
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Parece que los astros son adictos al gemir que desnuda el alma de las calabazas. Hagamos infinita la lengua de los elefantes, la piel de las ciruelas, la humedad de los claveles excepto el temor de un niño que va naciendo, o el apocalipsis en los pulmones de un tenor; no voy a lamerte la fiebre ni atrofiarte las penas, sin abrazar el miedo que te evita amarme la atracción lasciva. Ni la saliva. Ni el vestigio de mi voz ausente.
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Vamos a hacerles caso a los difuntos nuevos, a los países escondidos en la espesura de la selva que el metal destruye, a las almas frías, al cielo, a las manos arrugadas con el avanzar de los relojes, con el crujir de las paredes. Amémonos de prisa; los pinceles de René disfrazan nuestra dulce angustia escondidos de los ojos que nos hablan de madrugada.
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Ya no quedan más circuitos en el nervio de tu entraña. Nosotros tan solo reímos, porque a nuestra manera, ha triunfado el corazón.

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