26 de febrero de 2010

Nocturno de Zung (o de Hamilton).

Desde hace tres días traigo un demonio metido en las costillas. Otro demonio trepado en la espalda. Otro, encima de la cabeza. Y no me dejan dormir. Se revuelcan entre ellos, siempre encima de mí y celebran sus orgias siempre adentro.
Sin nada que pueda anestesiarme más que yo misma, busco los dibujos animados de mis entrañas. Voy a divertirme con mis enigmas. Voy a inventar un mundo que se haga verdadero. Voy a sumergirme más en este coma del que no quiero despertar. No voy a buscar soluciones.
Ayer quise decir “basta”, renegar ya por completo, agotar el abismo, dejar de estar perdida. Pero los demonios antiguos conspiran junto a los nuevos y ganarles parece ya imposible. Al final el problema seré yo. Seré tan ajena a mí y entonces van a expulsarme de mi propio cuerpo.
Me matan las ganas de un nocaut irresistible de poesía nocturna. Buscarme entre las yagas, sentir el dulce dolor caliente en el cuello, en el vientre, temblar como tiemblan de frio las manos, sentir estremecerse los muslos, amanecer con resaca, con piel viciosa, con delirios de hedonismo.
Tengo una semana sin poder dormir. Y no es que no quiera. Es el cuerpo, el jodido cuerpo lleno de minúsculas convulsiones de ansiedad. Una angustia que oprime el pecho, que limita la respiración. Es el terror, es la asfixia, es el delirio permanente acosándome los rincones descocidos.
Acabo con el cuerpo magullado, inservible y dormido, sin recordar en qué momento la calma incidental resulto victoriosa. Y despierto como siempre, quizá agradecida, quizá molesta por haber sobrevivido una noche más a mi misma.

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