
No es la osadía al sublimar el sentimiento de empatía por lo inerte de un corazón ajeno, tampoco la penumbra de un cerebro rescatable tras la isquemia de un potencial de imaginar mundos bizarros, o suculentos mundos de ciudades iluminadas bajo la fría sombra del universo, no, es la simpleza de una mano volviendo a abusar de la inocencia del pedazo de papel más vulgar encontrado en la basura, tan de súbito y tan sin estar planeado lo que hace maravilloso un regreso.
Nunca hemos creído en la sutileza de las piedras que se lanzan a mordidas, porque si podemos desaparecer al rugir de un trueno, ¿qué más da si somos invisibles? Y es que mientras lo suculento y lo maravilloso sigan mezclándose con la angustia de un retorno, entonces habrá valido la pena el haberse marchado.
¿Y de qué sirve, entonces, huir si al regreso la atmósfera sigue igual de ardiente?
No creemos en eso, pero si en el sacrificio del placer a cambio de un bien mayor.
Así que estoy de regreso, y las piedras no se lanzan más a morder, la atmósfera ya no arde y la angustia que antes se mezclaba con lo suculento y con lo maravilloso no lo hace más, ahora es la angustia suculenta y maravillosa por ella misma.
Estoy de regreso porque extrañaba inventar mundos bizarros, de salvarme cada día la materia gris con la tinta manchándome los dedos, con la nicotina, regreso porque extrañaba el talco, volverme piel y amplificar los sentidos sacrificados, de derribar muros, de profanar contra el romance con Miss. X, de enlucielavismarnos con la poesía, de amar el mar y desatar a los locos de mi alcoba.
Por eso estoy de regreso, y tan deliciosamente fermentado que voy a desarmar hasta el más despiadado de los corazones y no me voy a detener nunca más.
Al final el mundo se habrá dado cuenta que la espera valió la pena.
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