Se deshace en sudor y granizo, se evapora, se transfigura,
transgrede las paredes, hipnotiza la hidra de este cuento inagotable.
Y suena una melodía lejana, un tic tac risueño,
un canto insondable de perpetuidad.
Un animal desconocido, me atrapa con sus garras de lucidez,
esclaviza mis deseos matinales, hace pedazos mi rencor resuelto.
Un animal ajeno, tan metido en mis abismos,
incongruente coagulo de carne y laberintos.
Camina en un suelo impropio, deshace las mentiras que me digo,
rearma las verdades que me esmero en olvidar.
Tiene los ojos limpios, pero no existen.
Tiene los ojos de polvo pero no existen.
Tiene los ojos filtrados, ardientes, erosionados, pero no existen.
Una noche olvide cerrar la puerta de su jaula de cristales.
Me encontró con la cara sumergida en los cuencos de las manos,
con el tórax lleno de angustia podrida.
Con el cuerpo completo, la garganta satisfecha, la punta del miocardio mal labrada,
los ojos de pólvora, pero yo no existía.
Se me vino encima como un ejército de condenas yugulántes,
me desgarro los parpados, congelo mi sangre,
aniquilo mis derrotas perpetuas, mutilo el fracaso eléctrico,
arrullo la fragua del dolor espontaneo, destruyo mi montón de cenizas,
castro el renacimiento atemporal de lo que debo ser.
Desde entonces, no olvido dejar abierta la jaula.
Hay que hacer las paces con el animal que soy.

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